Comentario
La producción de objetos manufacturados en la Edad Media se realizaba bajo unas condiciones que nada tienen que ver con las que caracterizan la actividad industrial contemporánea. Frente a la libre iniciativa, rasgo sustancial del mundo capitalista, la producción en el Medievo se efectuaba a través de las corporaciones de oficios, instituciones sujetas por lo demás a una estricta reglamentación. Ahora bien, en el transcurso de los siglos XIV y XV se fueron gestando ciertos elementos, aunque todavía de forma incipiente, que a la larga iban a definir las relaciones de producción del sistema capitalista. Esto aconteció en algunas regiones de Europa, particularmente en las que tenían mayor actividad artesanal, caso de determinadas ciudades del norte y centro de Italia o de Flandes. En los focos productivos de aquellas urbes aumentaba de día en día la distancia que separaba al capital del trabajo. Asimismo, los productores no hacían otra cosa sino vender su fuerza de trabajo, a cambio de lo cual recibían un salario. El alza de los precios, por su parte, perjudicaba con mucha mayor dureza a los que vivían de un salario, lo que explica el descontento que acompañaba a las gentes de los oficios y su facilidad para sumarse a cualquier acción de protesta. Tampoco solían ser muy favorables para los trabajadores las condiciones laborales. Pero además el acceso a la maestría, objetivo al que en teoría aspiraban todos los oficiales, estaba vedado en la práctica para la mayoría de ellos. Incluso la constitución de asociaciones resultaba cada vez más dificultosa para los trabajadores. En ese complejo entramado de relaciones económicas y sociales entre las gentes de los oficios y el patriciado se encuentra la raíz de buena parte de las revueltas populares urbanas que conoció Europa en los últimos siglos de la Edad Media.
En otro orden de cosas, cabe señalar como rasgo característico del mundo artesanal bajomedieval la confluencia de trabajadores de la ciudad y del campo. Una parte no desdeñable de la actividad productiva manufacturera era realizada por aldeanos que vivían en el campo circundante de las grandes ciudades industriales. Veamos un ejemplo significativo: a comienzos del siglo XV la empresa Datini, asentada en la ciudad italiana de Prato, empleaba a 317 trabajadores residentes en la ciudad, y a un número superior, 453, que vivían en aldeas contiguas, en un radio de unos 40 kilómetros en torno a la urbe. Sin duda es éste un aspecto más de la estrecha interdependencia que existía en aquella época entre la ciudad y el campo.
También singularizaba al mundo artesanal de finales de la Edad Media el proceso creciente de concentración empresarial. En unos casos se trataba, simplemente, de la concentración de los operarios, como sucedía en la ciudad inglesa de Bristol, en donde eran famosos los barrios de tejedores o, en otro sentido, en Venecia, que contaba con cerca de 2.000 trabajadores empleados en la Zecca, que era al mismo tiempo arsenal y taller monetario de la ciudad. También podemos aportar un ejemplo hispano: el barrio de La Puebla, conocido núcleo de tejedores de la ciudad castellana de Palencia. Pero en otras ocasiones el término concentración tenía otro sentido, pues se refería a la reunión de diversos talleres en manos de un mismo propietario. Tal fue el caso, entre otros muchos, de los Buonacorsi, familia florentina de gentes de negocios que en un momento dado llegó a poseer más de 300 talleres.
En la producción de manufacturas desempeñaba un papel decisivo la destreza particular que poseía cada artesano. De ahí que la desaparición de buen número de hábiles artesanos, a consecuencia de las mortandades, dejará una huella profunda en el mundo de las manufacturas urbanas. Pero la sustitución de un artesano por otro no podía ser, ni mucho menos, automática, habida cuenta del tiempo necesario que se requería para el aprendizaje de un oficio. Así las cosas, como señala Miskimin, "el primer efecto de un índice de mortalidad más alto (en el ámbito de la industria) fue una rigurosa reducción del número de artesanos sin aumento de la productividad de los que sobrevivieron. El estudio de los testamentos londinenses de los siglos XIV y XV ha puesto de relieve, por una parte, la rapidez de las sustituciones de los escribientes, sin duda víctimas sucesivas de las calamidades, pero también un progresivo deterioro de los rasgos de la escritura, prueba indudable de la menor destreza en el oficio de los recién llegados. Es bien sabido, por otra parte, cómo desde mediados del siglo XIV se intentó paliar la situación creada por las mortandades autorizando que el aprendizaje de los oficios pudiera efectuarse en tiempos más cortos (pensemos, a este respecto, en las "Ordenanzas de París"). Pero el problema, sin duda complejo, no podía resolverse, ni mucho menos, a golpe de decreto.